Biblioteca Enrique Gil

Martes románticos

32_Cuatro andarines con escopeta y perdigueros

Martes romántico 32

"Disparamos, por último, un escopetazo y la explosión, perdiéndose en aquellas quiebras innumerables y sonoras, parecía una descarga hecha por una extensa línea de infantería detrás del monte. Al estrépito salieron de ellas las águilas y aves de rapiña que las habitan y poblaron el aire con sus ásperos y desacordes chillidos”.

¡Lástima de fotos! Aunque Niepce inventó la fotografía en 1822, hacia 1840 aún no había llegado al Bierzo, de modo que tendremos que imaginar la estampa de unos excursionistas afanosos, observadores atentos de su tierra y del paisaje, ávidos de curiosidad, inquietos.

Entre los andarines camina un joven periodista, que ya ha triunfado en la Villa y Corte, reputado como “el mejor crítico teatral de Madrid”, Enrique Gil y Carrasco, que en el verano de 1840 tiene 25 años. No sabemos quiénes fueron sus compañeros de viaje, quizás Guillermo y Eladia Baylina, aventura el profesor Picoche, quizás su hermano Eugenio o algún amigo ponferradino. Enrique no podía ir solo, estaba superando una grave enfermedad, pero se esfuerza. Sabemos, porque él lo cuenta, que llevaban un catalejo o anteojo para contemplar el paisaje, varios perros perdigueros y escopetas: en el interior de una cueva de Las Médulas disparan varios tiros para escuchar el eco. Unos cachondos.

A diferencia de José Castaño, que en su Excursión por Las Médulas va a caballo, o más bien en burro (“siete pollinos convenientemente albardados y provistos de sus respectivas alforjas repletas de provisiones saludaron nuestra llegada con un estrepitoso coro de rebuznos”), parece que el grupo de Gil va caminando. De sí mismo da pocos detalles: en la excursión al valle del Silencio, pernoctan en Montes y al día siguiente se agotan en la ascensión a la Aquiana, “cuya altura no pudimos calcular por no llevar barómetro ni instrumento alguno”.

 “La subida es tan penosa que cerca de su mitad hubimos de detenernos a tomar aliento al pie de unas altísimas peñas de líneas muy hermosas y agradables tonos. Brotan a su raíz unas fuentes con cuyo jugo se alimenta una pradera en donde paraba un rato la procesión y descansaba la Virgen cuando peregrinaba del monasterio a su santuario. Allí nos sentamos, cuando una perdiguera nueva que llevábamos, asombradiza a fuer de tal, ladró espantada probablemente de tanto silencio y al punto salió de las rocas otro ladrido distinto, luego otro más apagado, otro más débil y, por último uno casi imperceptible. El animal, encolerizado y asustado a un tiempo, repitió los ladridos y eran tantos los que devolvían los peñascos que parecían contestación de una numerosa traílla.

Sorprendidos con este fenómeno, acallamos nuestro animal como pudimos y empezamos a gritar palabras de tres o cuatro sílabas, que el eco repetía fielmente. Disparamos, por último, un escopetazo y la explosión, perdiéndose en aquellas quiebras innumerables y sonoras, parecía una descarga hecha por una extensa línea de infantería detrás del monte. Al estrépito salieron de ellas las águilas y aves de rapiña que las habitan y poblaron el aire con sus ásperos y desacordes chillidos”. [Viaje a una provincia del interior. Volumen III de la Biblioteca Gil y Carrasco, Paradiso_Gutenberg, 2014].

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